Algunos miembros del selecto club que formaban los nuevos príncipes de las finanzas, hombres sin pedigrí en el parqué que se habían vuelto muy avariciosos gracias a las enormes plusvalías obtenidas con el boom inmobiliario, pensaron aquel martes negro que solo se trataba de un susto, que el intrépido Enrique Bañuelos había llegado demasiado lejos y el mercado le estaba dando un toque de atención. Aquel 24 de abril de 2007, Astroc, la compañía de Bañuelos, se desploma en bolsa y ejerce un efecto contagio sobre las cotizaciones de las principales inmobiliarias. Pero el suceso no parecía ir más allá. Aquel día nadie hablaba todavía de crisis inmobiliaria, sino de ralentización. Es decir, seguía siendo un buen momento para seguir de compras. Para seguir gastando miles de millones de euros. "Había que bailar mientras sonara la música", explica un testigo de aquellos días.
Cuatro años y 200 días después de aquel martes negro, a los protagonistas de los años dorados del mercado inmobiliario se los ha tragado la tierra. No hay música sino silencio a su alrededor. Se esconden detrás de abogados o agencias de comunicación, expertas en el arte de no decir la verdad con buenas palabras, sin que se note demasiado. No aceptan entrevistas. No acuden a ningún acto social. No aparecen en reuniones sectoriales, ni están en condiciones de dar conferencias en escuelas de negocio. Algunos se debaten en la dura lucha por salvar su patrimonio personal y han vendido sus yates o sus jets, los dos signos externos que caracterizaron una forma de hacer negocio en España a base de suelo, cemento y unas grandes dosis de ambición. "¿Cómo le digo ahora a mi mujer que ya no podrá usar el avión para ir de compras a Milán?", le confesó uno de ellos a su abogado antes de tomar tan fatal decisión.
Aquel martes negro de abril de 2007, la cotización de Astroc cayó un 37,23% y provocó una reacción en cadena que no tardaría mucho en dejar secuelas. En diez días, el valor estrella de la bolsa española, cuya cotización había llegado a multiplicarse por 1.000, se desplomó un 63%. Así que fue algo más que un susto. Algunos bautizaron ese hecho como castatroc haciendo un juego de palabras: las acciones de Astroc habían pasado de valer 6 a valer 70, para luego hundirse a precios inferiores a los dos euros. La ruina. Ante las primeras señales de alarma que cundieron aquella jornada, el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, se limitó a explicar que se trataba de simples correcciones del mercado y que la desaceleración del sector inmobiliario sería "suave y gradual". La calidad de los pronósticos de Ordóñez no ha cambiado en todo este tiempo. Lo que hubo no fue una desaceleración. Fue un derrumbe.
Astroc no era la mayor empresa inmobiliaria, pero se había convertido en un símbolo. Nació y creció en los años de expansión. Era hija de la pujanza del sector. Era una empresa de aspecto moderno en manos de un empresario joven y dinámico, desconocido por las grandes familias, capaz de llevar la palabra del sector a la quinta avenida. Bañuelos tenía algo que a sus competidores les faltaba, un aire nuevo, un don de gentes inigualable y un buen dominio de la imagen: organizó una paella para 25.000 comensales en Central Park para darse a conocer en Nueva York. Sabía comportarse en cualquier ambiente, podía hablar durante horas (aunque fuera de sí mismo), mostraba un espíritu arrollador para los negocios y una confianza ciega en sus posibilidades: "A mí me dejan desnudo en Central Park y en 24 horas estoy paseándome por la Quinta Avenida en una limusina", llegó a decir. Esa frase todavía la recuerdan hoy los ejecutivos que la escucharon hace cinco años. Bañuelos llegó a captar para sus inversiones a algunos de los grandes empresarios españoles, como fue el caso de Amancio Ortega, el dueño de Inditex. Tres meses después de aquel susto, Enrique Bañuelos dimitió como presidente de Astroc. Fue el primero en caer.